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INVERNADERO en La Abadía (una crítica de víctor mendoza)

Suelo decir de LA ABADÍA (Fernández de los Ríos, 42 ; ttp://www.teatroabadia.com/) que si se viene a Madrid y se quiere acompañar la visita de una sesión de teatro, sin tener muchas referencias te presentas en La Abadía, compras la entrada de la obra que estén dando, la ves y habrás presenciado una estupenda obra. Partiendo de esta base Invernadero es estupenda y la factura de producción excelente (pero…, sí, algún pero tiene).

Se abre el telón y… (perdón, no hay telón, una bonita tradición que se pierde por momentos)…
Se enciende todo y… aparece un hospital psiquiátrico de los de antes (o ahora). Suena «One Horse Open Sleigh» (me entenderán mejor si digo “Jingle bells”, no hará falta decir que se trata de un villancico, y antes, en la oscuridad, sonó solemne “God Save the Queen”). Yo soy de los que odian los villancicos cuando no es Navidad (últimamente los odio también cuando es Navidad). Está bien elegida la música porque es el día de Nochebuena pero el ambiente es pretendidamente nada navideño. Inmediatamente nos vamos a sumergir en la dialéctica de Pinter, que fue un dramaturgo inglés nacido y vivido en el siglo XX que envejeció, recibió el Nobel y murió en el XXI. Los diálogos son aparentemente realistas pero te van llevando adonde quiere llevarte el autor sin que nadie lo pueda evitar, al sin sentido, al universo absurdo, casi dócilmente, como tratan a los enfermos de este centro.

Uno de ellos ha muerto y otra se ha quedado embarazada. No sabemos realmente de qué murió él (o lo sabemos pero no lo terminamos de creer) ni sabemos quién la embarazó (a ella, claro). Luego dirán que ya saben quién fue (pero tampoco terminamos de creerlo). Y de repente recordé a Edipo Rey persiguiendo al culpable. Se trata de explicar de forma casi doméstica, rutinaria, hechos de por sí dramáticos y que perfectamente podrían tener su versión violenta.

El director de esta obra (que es Mario Gas) y los actores (todos excelentes, consultar ficha artística) son Pinter y nos llevan por donde quiere Pinter (o ellos, o sus circunstancias). Y de repente te sorprendes riéndote de algo que seguramente sea un drama poco risible. Y te vuelves a reír. Y te sigues dejando llevar. Y pasan cosas que tú no entiendes y te das cuenta de que lo que pasa es que tú mismo no quieres entender. Y en el meollo no sabes bien quién está loco y quién oficialmente no lo está. Ni si está pasando lo que dicen que está pasando. Por no saber no sabes quién manda aquí (el doctor Roote, que interpreta Gonzalo de Castro, dice ser el jefe de todo ello pero no lo terminas de creer). Y te sorprendes disfrutando de una obra de LA ABADÍA (el momento "scotch", deliciosamente desternillante).

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A favor de la interpretación diré que es medida y brillante y que los actores están bien elegidos (o bien dirigidos). Pero cuando un actor interpreta a un personaje absurdo y de trazo grueso es bueno que el público se pregunte: ¿“este es así o se lo hace”? Y esa pregunta no termina de cristalizar con todos en todo momento. Entre el elenco me atrevo a destacar a Carlos Martos, un joven actor de la RESAD (esa casa donde tan bien ensañan a actuar como a no saber incorporarse al mercado laboral). Conocí a Carlos cuando con un colega representaba por cualquier parte una pieza corta sobre dos sin techo y su gato Chispita y ya se le veía madera. Mi enhorabuena por saber descubrir el talento recién horneado. Hace muy bien de inglés porque se parece a Daniel Craig aunque a su personaje se le adivina ninguna capacidad para sobrevivir como lo haría Bond.

Gonzalo de Castro hace fácil el texto y no parece esforzarse en sacar el lado cómico de Roote. Tristán Ulloa mantiene una sonrisa de Artur Mas, de esas de tipo pretendidamente amable que sabe que no resulta amable y que prefiere que no sepamos cuál es su verdadera pretensión.

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A favor de la escenografía (que inventan Sáinz y Coso, a los que en tiempos llamábamos Lennon y McCartney por varias razones dispares) diré que te envuelve, te impacta y te mete en vereda. Se trata de un carrusel de dos caras, anverso y reverso de la institución que retrata. En contra diré que carece de la sencillez que probablemente hubiera encajado mejor en este espacio. Y creo que los actores han sufrido para adaptarse a ella. Gonzalo de Castro sabe cómo mover su silla con ruedas para que no se salga del marco porque como se salga tendríamos que suspender la función. Algún accidente habrá habido o habrá estado a punto de suceder en algún ensayo general. Y por muy profesional que sea el actor si le exigimos demasiado lo va a dar pero eso va a ir en detrimento del duende, eso que es tan difícil de conseguir y nunca sobra. Los actores en general están demasiado pendientes de derrochar la técnica que aprendieron de jovencitos y a algunos se les nota.

Imagino que el “God Save the Queen” representa la oficialidad de todo esto pero en ese momento no lo entendí (hay más cosas que no se entienden bien y me pregunto si no hay algo de estrategia de la confusión). El vestuario es sencillo y eficaz y se agradece. El atrezzo, excelente. Yo soy de los que aprecia el momento “tarta”. Habrá quien diga que es desmesurado pero a mi me parece el inequívoco mensaje que te ayuda a pensar “aquí nada es lo que parece”, salvo si lo que parece es absurdo.


Víctor Mendoza

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