
Dicen por ahí que Madrid es la tierra de las producciones teatrales y Barcelona la de los grupos. Como todos los bulos, es infundado. Y una de las mejores muestras de ello es Teatro Meridional, una compañía de las de antes, ya de toda la vida y afincada en Madrid. La trayectoria de este grupo en los últimos años ha sido más que importante, destacando aquella pieza que dedicaron a los inolvidables hermanos Marx (“La verdadera historia…”). Su principal representante, Álvaro Lavín, empezó haciendo teatro universitario de la mano de Teresa Sánchez Gal en la Autónoma de los felices 80, década negra del teatro universitario, porque antes el
teatro universitario era el teatro independiente y cuando el teatro
independiente por fin pasó a ser lo que tenía que ser (teatro e independiente),
abandonó las aulas y los Colegios Mayores. Y las aulas y los Colegios Mayores
se quedaron más vacíos de teatro (llamémosle universitario, llamémosle
independiente) que Fonseca (y los trajes de Melibea… empeñados en el monte de
piedad). Y hubo que rehacerlo todo desde cero. Y Lavín y sus colegas de la Autónoma se pusieron a la
tarea. Ha pasado el tiempo. Cuarto de siglo desde aquello. Los años ahora no
son tan felices. Lavín tiene menos pelo. Pero estamos más hechos y sabemos lo
que queremos (bueno, algunos no).
En fin, hablemos de Kvetch (Una comedia americana sobre la ansiedad).
Ví este espectáculo en la
Olimpia , en los tiempos en los que existía, con sus dioses y
sus héroes. Lavapiés tenía otro aspecto.
Interesaba mucho ese provocador
llamado Steven Berkohff, inglés de nombre ruso, sorprendente dramaturgo,
interesante director, mediocre actor (le vi interpretando al mismísimo Hitler
en la tele). La protagonizaban Joaquín Krémel y
Jeannine Mestre (y Abel Vitón). Aquella versión, que dirigía Jose
Pascual, director con pinta de enfant terrible pero un verdadero todoterreno
del teatro (hoy missing), estaba casi en blanco y negro. Era descarnada. Esta
es otra cosa.
En una casa cuya dirección podría ser tranquilamente el 742 de Evergreen
Terrace, Springfield (misuri), viven un marido, su mujer y su suegra. El marido,
sin saber muy bien por qué, invita a cenar a su compañero de trabajo e
inmediatamente se da cuenta de que tal vez no sea una buena idea. Los
personajes mantienen durante la obra un diálogo (monólogo) paralelo con el
público al que le expresan lo que verdaderamente piensan en ese momento. En
aquella puesta en escena de Pascual la luz cambiaba y se retrataba crudamente
el pensamiento del personaje, que lo estaba pasando fatal. Y claro, nos reíamos
a carcajadas porque a los seres humanos nos fascina ver cómo los demás lo pasan
fatal. En esta función es lo mismo, pero planteado de otra forma.
De
momento la estética es colorista y abigarrada. El mantel de la cena es una bandera
americana. La “intro” se proyecta sobre un ciclorama en clara alusión a la
insoportable Tribu de los Brady (poner brady bunch intro en youtube pero antes
ármense de una palangana por si vomitan durante la emisión). En esta versión
nos hablan de la típica, repugnante y matriarcal clase media americana con
mujer pretenciosa, suegra/o prescindible, varón abominable e hijos fusilables.
Aleatoriamente nos presentaban una asistenta interina que se convertía en el
eje de la existencia familiar (tal ocurría en Brady Bunch, no en nuestra obra,
tenemos suficiente con la suegra). Y luego sus difíciles relaciones con el mundo
exterior. Si lo han entendido, la propuesta viene de antiguo. Antes de los
Brady y de Conochobasta estaba Embrujada y antes Los Picapiedra. La mujer de nuestra
comedia americana (poderosamente interpretada por Marina Seresesky) me recuerda a Wilma Picapiedra e intuyo que el
parecido no es casual porque él tiene mucho que ver con Pedro (genuino
homo-antecésor de nuestro Homer, porque la idea sigue dando palique y lo que te
rondaré…). El resto de referencias a la tele setentera me parece un pelín más
forzada. Pero Lavín no tiene reparos en detener la escena, congelarla apoyado
por un golpe de música, para retratar las situaciones de forzada e innecesaria
tensión. Es su manera de reírse del drama que están sufriendo los personajes. A
mi me divierte porque me vienen a la memoria esas casposísimas y entrañables
series. Los jóvenes lo entienden menos todo.
La obra que se puede ver aún en la Cuarta Pared empieza de forma
casi espectacular. El primer acto, que es la aludida cena, es fascinante. Ritmo
trepidante, salidas de tono desternillantes, giros inesperados. Está tan arriba
que, lamentablemente, el resto decae un poco. Su humor se vuelve un puntito más
escatológico y facilón. Incluso la salida de armario que se dibuja me parece
impostada. Es culpa del texto, porque Lavín hace virguerías con el ritmo. Le
quiere dar un aire tan colorista como apolillado a sus personajes por lo que
atavía a los varones con peluca, patillas y bigote (como los que lucía Neeskens
y el propio Vicente del Bosque en sus años mozos). Y claro, el personaje
principal suda mucho. Tanto que anda quejándose de ello. Pero el actor también.
Y el bigote se va desprendiendo. Y termina siendo más un estorbo que un efecto
pretendido.
En cualquier caso reparé de nuevo en que la risa es sana y abunda en
este espectáculo. Y no hay que sacar más conclusiones. Diviértanse y no traten
de buscar significados o asociaciones perversas.
Besos
Antonius Bloc
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