ODIAR NOS PERMITE CREAR
Nos quedamos sin
saber si León de Vega existió. Nos cuentan que era un genio. Me pongo a mirar
la lista de miembros de la Legión de honor pero ya no es lo que era, ahora es interminable,
casi accesible, como tener una visa oro. Si era un genio español y su genio radicaba
en su forma de tocar el piano entiendo que en España desconozcamos quién fue;
si quiera si fue. La verdad, poco importa. Podría admirar más a su elucubrador,
Jesús Ruiz Mantilla, que publicara en 2004 la novela Preludio cuya adaptación
vi anoche, si no existiera. Pero si existió lo aprecio de igual manera.
Preludio está adaptada al teatro,
producida, dirigida e interpretada por Daniel Ortiz. O sea que, aunque
interprete a un pianista, podríamos decir que se trata del hombre orquesta. La
obra se desarrolla en un espacio teatral de pequeño formato que antes
llamábamos espacios a la bonaerense pero ahora son genuinamente madrileños. Otro
hombre orquesta nos recibe amablemente, dirige la sala, vende las entradas,
proyecta los movimientos que van estructurando la trama y controla la
intensidad de la luz. Daniel Ortiz se mueve con libertad, soltura y a su antojo
por este espacio sobriamente iluminado. Antes ha comenzado la función sentado
en su silla de pianista frente a una especie de quinta pared (si la cuarta es
el público, aquí la quinta es el piano). Y se presenta o, mejor, declara sus
intenciones.
Durante la función
León de Vega nos cuenta su vida, su relación de amor odio con la música a
través de su instrumento aterrador, su talento, su amor odio por sus padres
(por su padre además admiración), su relación con los dos sexos, su amor odio
por Chopin. Su odio por el crítico que dice que le odia (la recreación de tal
personaje es uno de los momentos más cómicos); su odio por lo anglosajón. Su
amor odio por aquel pianista inglés que fue su primera experiencia homosexual.
Sus celos de los demás pianistas, su falta de conexión con ellos, con los demás.
En este viaje introspectivo, lírico, desquiciado, atroz, autodestructivo,
delirante, lúcido, provocador, lujurioso, andrógino, misógino, misántropo,
incorrecto, poético y conmovedor, sobre todo conmovedor, el cuerpo de León de
Vega se va deteriorando inexorablemente en una especie de suicidio inevitable
que me recordó al de Nicholas Cage en Living
Las Vegas, justo eso, un Dorian Grey sin pecado, ni patria, ni bandera (la
comparación la hizo Amaral antes que yo).
Y por lo mismo, su
cuerpo va envejeciendo extraordinariamente tallado por Daniel Ortiz que a pesar
de dirigirse a sí mismo y trabajar sin diapasón, ni metrónomo, ni red, logra
que la pieza lleve el tempo perfecto y medido. Un tempo solo roto por las
ausencias del actor para cambiarse de ropa porque empieza hecho un pincel pero
va transformándose. Para la escena final, en la que se pone un pijama de
hospital (o de moribundo), no necesita irse, ya no es necesario, ha llegado el
momento de la más descarnada impudicia. Si vamos a asistir al instante más
privado de la existencia de cualquier ser humano (lo que viene a ser su punto y
final), para qué ir al camerino a cambiarse.
Daniel Ortiz es uno
de los mejores actores de nuestra escena. Sí, lo digo así. Daniel Ortiz tiene
algo de Dustin Hoffman justo antes de estar hasta en la sopa, de la época en la
que hizo “Lenny” (y León de Vega parece un personaje ideado por Bob Fosse).
Daniel Ortiz, que es mejor actor que yo (no crean que no me duele reconocerlo), tiene la habilidad de llegar a la emoción casi con la precisión de un cirujano
cardiovascular llegando a una tricúspide. Y una vez la alcanza, la maneja casi
a su antojo. Guarda silencio cuando León de Vega recuerda a su padre. Su boca
deja de hablar y lo hacen sus ojos. Sólo una crítica. ¿En estos momentos tan
intensos es imprescindible decir el texto? Mis profes decían que sí pero
siempre lo pongo en duda. Porque lo que dice a continuación y una vez nos aclara
qué fue de su padre, no me aporta nada más, él mismo puso el listón tan alto.
Ver Preludio es asistir a una sesión no sólo
de buen teatro sino de buena literatura, perfectamente leída, intensamente
interpretada. El director de la sala nos ofreció comprar la novela a precio de
saldo pero yo preferí no hacerlo en la sensación de que no iba a mejorar a la
obra de teatro. La experiencia hace que el precio de la entrada sea ridículo.
Pero el texto aporta ideas y frases memorables. Yo me quedo con la que elegí
para el título de mi reseña: Odiar nos
permite crear.
Idiota, pienso, idiota, debiste venir a ver esta obra el primer día, no el último. Solo así tendría sentido escribir esto. No me extraña que la pieza entusiasmara a Carlos Boyero, que no esperó a la última función para ir a verla. Por mi parte siempre admiré a los que se atreven a llamar mediocres a los pagados de sí mismos, ignorantes a los petulantes, miserables a los talentosos que lo sacrifican todo por el resultado (Boyero llamó hace tiempo y en la tele miserable a la cara de Javi Clemente y yo disfruté pero también me acongojé un poco) en esta época en la que lo meramente formal pasa por sustancial. Pero la obra tiene otras frases memorables. No podéis salvar al mundo; pero podéis hacer feliz a alguien que lo merezca. Tal vez el uso de algunos clichés no contribuya a mantener la innegable calidad que exhibe el texto.
Idiota, pienso, idiota, debiste venir a ver esta obra el primer día, no el último. Solo así tendría sentido escribir esto. No me extraña que la pieza entusiasmara a Carlos Boyero, que no esperó a la última función para ir a verla. Por mi parte siempre admiré a los que se atreven a llamar mediocres a los pagados de sí mismos, ignorantes a los petulantes, miserables a los talentosos que lo sacrifican todo por el resultado (Boyero llamó hace tiempo y en la tele miserable a la cara de Javi Clemente y yo disfruté pero también me acongojé un poco) en esta época en la que lo meramente formal pasa por sustancial. Pero la obra tiene otras frases memorables. No podéis salvar al mundo; pero podéis hacer feliz a alguien que lo merezca. Tal vez el uso de algunos clichés no contribuya a mantener la innegable calidad que exhibe el texto.
León de Vega, ya no
deteriorado, ya destruido, se va acercando a su lecho improvisado y, en un
postrero esfuerzo, después de recordar a todos sus referentes, desde Bach a Beethoven,
desde Gould a Horowitz, y mencionar sus nombres con inevitable admiración,
recuerda sobre todo a su odiado Chopin para declararle al mundo que sigue
enredado en sus notas. Y a mi la frase y lo que pasa después me ahogan en un
llanto profundo que no quiero dejar aflorar por no romper el silencio de la
sala. Una conmovedora emoción que no me deja aplaudir. Y Daniel Ortiz saluda llorando
porque esta es la última función. Y yo hago el esfuerzo de aplaudir pero por
él, porque es colega, y porque es la única manera de demostrar lo dentro que me
tocó este espectáculo.
VÍCTOR MENDOZA
VÍCTOR MENDOZA
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