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CRÍTICA DE VÍCTOR MENDOZA:
OVEJA PERDIDA
¿Repetimos?
Era una de las preguntas que adoraba que me
hicieran cuando era niño, sobre todo si acababa de comer natillas o leche
frita, que son cosas que ya no existen en mi mundo como nunca existieron las
vacaciones en yate de lujo. En la tierna infancia de mis hijos se hicieron famosos
Los teletubbies. Llegado el momento
indefectiblemente preguntaban a coro: ¿repetimos? Y ante el asombro de los
papás y las mamás, los teletubbies repetían
plano a plano lo que acababan de contar unos minutos antes; como el Quijote de
Pierre Menard no calcado al de Cervantes, sino vuelto a elucubrar. Me parecía
una atrocidad televisiva, pero a mis hijos les parecía perfecto.
Esto es lo que pasa en OVEJA PERDIDA (cuyo subtítulo, ven sobre mis hombros que hoy no sólo tu
pastor soy sino tu pasto también, deja de ser disparatadamente largo
para entrar en la provocación). Llegado un insospechado instante de la
representación se procede a repetir lo representado. Y una vez vuelto al inicio
abordamos un desenlace tan poco convencional como el resto de la pieza.
Los griegos (ay, los griegos) lo inventaron
todo en el teatro (lo vengo diciendo) y ya ellos lo hacían en cualquier sitio,
no sólo en los recintos sagrados, sobre cualquier tema y con cualquier cosa (me
refiero al teatro, pero al sexo también). No se trata de reinventar nada: se
trata de pensar y, sobre todo, actuar.
¿De qué trata la OVEJA PERDIDA?
Pues qué buena pregunta. ¿Y de qué trata la
vida? La respuesta es innecesaria. Pero puestos a darla podemos buscar la
sencilla o la complicada.
Primero, la entrada no es numerada, lo que me provoca
inquietud. Segundo, no hay sillas. Te dicen que puedes moverte por donde
quieras, que casi eres parte del espectáculo. Esto lo que pasa cuando te dan libertad,
que no sabes qué hacer con ella. No creo que todos tengamos una versión “angelito”
y otra “demonio”, susurrándonos al oído. Yo al menos tengo una versión “tío
vago” y otra “entusiasta”. El “tío vago” es además miedoso y desconfiado y
tiende a decir “no siento nada”. El entusiasta es menos conformista, prefiere
preguntar ¿y ahora qué? o ¿por qué no? Como los gemelos que interpretaba
Nicholas Cage en El ladrón de orquídeas,
película en la que el guionista Charlie Kaufman se autorretrataba. Viene al
caso porque durante la obra se menciona su obra Synecdoche New York. Y esto del absurdo y la repetición y el
preguntarse qué nos han querido contar ya se vio en El año pasado en Marienbad y en tantas otras piezas y parece
obsesionar a Kaufman lo mismo que a los creadores de OVEJA PERDIDA.
Entras y los actores están llevando a cabo
tareas cotidianas en una especie de lugar de trabajo extraño y un poco
agobiante. Tratan de integrar discretamente al público porque está tan cerca
que es imposible no hacerlo. Uno de ellos me cuenta: “Estamos trabajando,
aunque no lo parezca”, lo que resulta contradictorio porque en ese instante
juega al ping-pong. Cuando otro dice “Dios, Dios, Dios, Dios…” todo empieza y
nos llevan por una intrincada red de diálogos a ritmo trepidante como cada
jornada de trabajo. No hay pausa. Si quieres tomarte algo (unas pringles, un plátano) hazlo mientras
sigues tecleando. Si quieres ligar aprovecha cualquier momento. Si sientes que
te está dando un infarto díselo a tu compañero en lugar de al médico. Caen
ellos también en la tentación de definirse casi filosóficamente mandando audios
de whatsapp a nadie sin darse cuenta de que una compañera les ha sustituido el
móvil por una raqueta de ping-pong.
Por los dioses griegos, ¿de qué va OVEJA
PERDIDA? ¿Adónde nos lleva ese vertiginoso diálogo? ¿Está estableciendo
intensas conexiones entre unos personajes deliberadamente poco definidos que al
final van a converger en una irrefutable conexión? Nada de eso. OVEJA PERDIDA
es una alegoría sobre la vida misma, con diálogos contextualizados y casi
realistas, pero absurdos. Y cuando estamos a punto de llegar al clímax, de
repente, REPETIMOS (“Dios, Dios, Dios, Dios…”). Y recordamos todo ligeramente
más resumido, como esos programas de la tele hechos de gente normal contando su
peripecia que el editor abrevia prescindiendo de las humanas divagaciones y los
miedos escénicos para dejar sólo lo que en verdad quieren decirnos. En esta
parte “repetida” se permiten algunos matices: algunas mentiras de antes se
convierten en verdades; si antes dijeron la verdad, ahora prefieren mentir. Hay
matices y los matices a veces son importantes, pero otras nos engañan.
La moraleja aparece escrita en un papel cutre
en la manifestación final. Ya sé que el trabajo es normalmente alienante y la
vida decepcionante, pero no hace falta que escribas el mensaje. Shakespeare
nunca dijo que Macbeth fuese abyecto, o que Hamlet fuese un héroe (a mí siempre
me pareció un desquiciado). Le sobra la moraleja y le falta un puntito más de
emoción, pero nada es como tú deseas que sea. Para disfrutar de OVEJA PERDIDA,
controvertida, febril y provocadora, hay que dejarse llevar y digerir lo que
propone, tampoco es tan difícil.
Me quedo con ganas de saber más de Brai Kobla,
autor y director. A mí su propuesta realista pero absurda me llega y me hace
pensar, que es lo que adoro que pase cuando voy al teatro. Pero entiendo que
haya quien la odie. Trata de la vida, del quehacer vital que nunca imaginamos
cuando éramos niños y los mayores nos contaban que el porvenir era fascinante.
De los afectos contradictorios porque no sabemos si deseamos ser amados o estar
solos pero libres; si nos vemos amando a Julieta, o a Dulcinea, o a la que se
sienta al lado mismamente. De la existencia que va pasando entre muchos días
iguales de años parecidos permitiendo que las fronteras entre lo público y lo
íntimo se diluyan. Sin otoños, ni primaveras; diferenciando únicamente si
estamos en invierno o en verano por el susurro del aire acondicionado.
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