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Hedda Gabler


Fui a ver Hedda Gabler a la Abadía y cuando la estuve digiriendo (al fin y al cabo es Ibsen, o sea, te deja pensando un buen rato) me vino a la memoria y sin saber por qué un libro de Quino en el que no salía la cincuentona Mafalda que se titulaba: Gente en su sitio. Porque es justo el título que de ninguna manera le iría a esta obra. Porque en casa de Hedda y Jorgen absolutamente nadie está en su sitio. Pasa el tiempo, se van tomando decisiones, te vas dejando llevar y de repente: nadie en su sitio.

La obra trata otro tema viejo como el mundo, como el ser humano: la autodestrucción. Hay un perfil de autodestructivo que es como un héroe. Él se autodestruye inexorablemente pero de ello ni se enteran los demás. Nuestro héroe autodestructivo no perjudica a los demás. Bien al contrario, les potencia. Sí, como Humphrey en Casablanca (y tantas otras). La consentida hija del general Gabler no atiende a ese perfil. Es autodestructiva, como la que más. Pero revienta, enloda, hunde, destruye todo lo que toca. Es como una niña que se cansó de jugar. Pero una niña peligrosa, más que un chimpacé haciendo tiro al blanco. Nunca mejor dicho, porque la foto más usada de la obra es la de la joven (a la que los treinta le han caído encima como un alud) con carita de juguetona sujetando una pistola que no es de juguete.


Solo hay una cosa que sé hacer bien: aburrirme mortalmente. Lo peor de todo es que Hedda no es tonta. Y claro, se da cuenta. Y no es que sea mala (aquí debería decir eso de que le han dibujado así, aunque sea de otra peli), simplemente no puede evitarlo.


Hace más de un siglo Ibsen escribió un papel para ti, sin saber incluso si tenías pensado nacer. Esto debió decirle David Selvas, el director, cuando le ofreció el papel a Laia Marull (que encaja en el personaje como Cary Grant en un traje y una corbata). Laia no es una mujer esencialmente bella. Solo es irresistible. Como Hedda Gabler. Y en el fondo sus hombres saben que no hacen bien enamorándose, dejándose arrastrar por ella, pero…. simplemente no pueden evitarlo. Las mamás sesentonas la odiarán. A ella justamente no la querrían como nuera. Y los hombres en edad de merecer se aliviarán de no haber puesto una Hedda Gabler en su vida (o se atormentarán recordando a la que pusieron).

Pero hay más personajes. Uno no entiende qué vio ella en Jorgen, su previsible maridito. Profesor universitario, escritor, hombre sin talento. Pero se acaban de casar y el niño hasta está al caer. El que si es talentoso es Ejlert. Pero ella no soporta que dedique gran parte de sus desvelos a sus escritos. Debería estar mirándola todo el día. Como debió hacer cuando de jovencitos tuvieron un afer. Pero él se encuentra impretendidamente unido a Thea, compañera de Hedda del insti. Hedda se burlaba de ella y ahora la envidia (hay que ver a lo que nos lleva el mortal aburrimiento).

Me habría encantado ver a Francesc Orella interpretando al frío, calculador, atractivo, especial, inefable, perverso… (termino antes si digo noruego) decano pero se puso malo. Ni corto ni perezoso el propio director, el propio David Selvas, saltó al escenario para sustituirle. Y me acordé de aquellos romanos a los que veíamos diariamente ataviados con toga. De repente las legiones del Rin perdían dos estandartes con el águila, los bárbaros asolaban el limes y los togados presto se apretaban las caligae y se ponían la coraza. Y yo le preguntaba a mi profesor de latín por qué un romano togado vestía tan alegremente el uniforme reglamentario y él me respondía que la teoría era la contraria, que todo romano es un soldado y que sólo en sus ratos libres profesan la política o los negocios, o la familia. Pues los actores lo mismo. Hagan lo que hagan, nunca olvidan de dónde proceden, lo que verdaderamente son.

Finalmente el papel del decano lo interpreta Óscar Rabadán y lo engrandece. Me parece el mejor sin desmerecer al resto del elenco. El esfuerzo de Selvas por hacer cotidiano, contemporáneo, el entorno me parece idóneo. Sobre una pared blanca se proyectan las cartas recibidas como si fueran emesemes (o guasáps, que es lo de ahora). Donde antes vimos proyectados los títulos de crédito, como en el cine. El atrezzo recuerda (pretendidamente, imagino) a IKEA. La nueva casa de los Tesman (Hedda y esposo) es enorme, pretenciosa, innecesaria, vacía. El matrimonio gasta, se endeuda sin tino, desafiando al incierto futuro pendiente de un hilo. Si vienen mal dadas volverá tía Julia para ayudarles, la austera tieta, la única realista, la única medio en su sitio.

Dice su director que las luces son Lynchianas. Interpreto que se refiere a David Lynch, que era un director de cine cuyas pelis, te gustaran o no, marcaron estilo. Cuando menos la luz de esta obra es curiosa. Los insolentes neones que en un momento iluminan el vestíbulo (como una pecera) desde luego llaman la atención. Ella corre las cortinas (de esas que no son de tela sino láminas). Contra la pared de cristal, Ejlert recorta su figura desesperada cuando va a verla después de perpetrar una gran estupidez en lo que me parece el mejor momento de la obra.



En cartel sólo mientras dure la Semana Santa, así es La Abadía, hay que tomar lo que te ofrece al vuelo. Pero tómenlo. A este teatro se puede ir sin preguntar antes a los amigos, nunca se contempla una obra mediocre bajo la cúpula. Y sufran/disfruten con la cruda historia de la hija del general Gabler.

Besos
Antonius Bloc


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